Regla de la Compañia de María

REGLA

DE LOS SACERDOTES MISIONEROS

DE LA COMPAÑÍA DE MARÍA

A. Fin propio de la Compañía de María

1. – 1. En esta Compañía sólo se recibe a sacerdotes ya formados en los seminarios. Por tanto, quedan excluidos de ella los eclesiásticos de órdenes inferiores hasta que hayan recibido el sacerdocio. En París hay, sin embargo, un seminario donde los jóvenes eclesiásticos que tienen vocación para las misiones en la Compañía se preparan por la ciencia y la virtud para ingresar en ella.

2. – 2. Es necesario que dichos sacerdotes hayan sido llamados por Dios a la vida misionera, en pos de los apóstoles pobres. Y no a trabajar como vicarios, dirigir parroquias, enseñar a la juventud o formar sacerdotes en los seminarios, cosa que hacen muchos otros buenos sacerdotes, llamados por Dios a estos santos oficios. Por consiguiente, huyen de tales cargos por considerarlos contrarios a su vocación apostólica. Así podrán decir siempre con Jesucristo: Me envió a dar la Buena Noticia a los pobres (ver Lc 4,18), o con los apóstoles: Cristo no me mandó a bautizar, sino a dar la Buena Noticia (ver 1Co 1,17). Y consideran como una sutil tentación las ocasiones, que se presentan constantemente, de ayudar a las gentes por tales medios. Ese es el cambio o desviación que han sufrido, desgraciadamente, muchas santas comunidades, establecidas en estos últimos siglos por el santo espíritu de sus fundadores para predicar misiones, y ello so pretexto de un bien mayor. Algunas se han dedicado a instruir a la juventud, otras a formar sacerdotes y eclesiásticos. Y si dan misiones todavía, lo hacen sólo accidentalmente y como de paso. La mayor parte de los miembros de estas comunidades permanecen años enteros sedentarios, por no decir solitarios, en sus casas de la ciudad o del campo. Su lema es Buscadores del reposo(Is 38,11). Mientras que el de los verdaderos misioneros –como San Pablo– es poder decir con toda verdad: No tenemos domicilio fijo (1Cor 4,11).

3. – 3. No se recibe a sacerdotes enfermos ni de mucha edad –es decir, de más de sesenta años–, por no ser ya capaces de soportar los combates que los misioneros, como valientes campeones de Jesucristo, deben trabar sin cesar con los enemigos de la salvación. Pero, si algún sacerdote de la Compañía viene a quedar –a causa de la edad o la enfermedad– imposibilitado de trabajar en las misiones, va a descansar a una casa que la Compañía tiene para ello.

4. – 4. Se recibe, sin embargo, a hermanos legos, para que cuiden de lo temporal. Con tal que sean desapegados de las cosas terrenas, vigorosos y obedientes, prontos a hacer cuanto se les ordene.

5. – 5. Unos y otros han de estar desprovistos de beneficios, aun simples, y de bienes temporales, aun de patrimonio: Si los tienen antes de entrar en la Compañía, dejan los beneficios en manos de los patronos, y los bienes patrimoniales a sus parientes o a los pobres, según el dictamen de un hombre prudente, cambiando así sus bienes patrimoniales por el de Dios mismo, que es el de su inagotable providencia.

6. – 6. Desligados así de todo empleo y del cuidado de todo bien temporal capaz de detenerlos o atarlos a algún lugar, se hallan disponibles para correr, como San Pablo, San Francisco Javier y los demás apóstoles, adondequiera que Dios los llame: ciudades, campos, pueblos, aldeas, cerca o lejos; siempre disponibles al llamamiento de la obediencia: Me siento animado (Sal 108 [107],2; Aquí estoy… para realizar tu voluntad (Hb 10,7). Y sin decir jamás lo que tantos sacerdotes terrenos, tantos beneficiados de negocios, tantos eclesiásticos del placer, tantos huéspedes del reposo dicen todos los días a su manera: Compré, compré… acabo de casarme, etc., y por esta razón no puedo ir. Te ruego me disculpes (ver Lc 14,18ss).

7. – 7. Aunque no limitan la gracia de Dios ni su celo exclusivamente a los campos –como los misioneros de San Vicente de Paúl–, sino que van, indiferentemente, a dar misiones tanto en las ciudades como en los campos –conforme a la voluntad de Dios señalada por sus superiores–, hacen suyas, sin embargo, las más tiernas preferencias del corazón de Jesús, su modelo, que decía: Me envió a dar la Buena Noticia a los pobres (Lc 4,18). Así que prefieren, ordinariamente, el campo a la ciudad, y los pobres a los ricos.

8. – 8. Para ser admitidos definitivamente en la Compañía hacen en manos del superior los votos simples de pobreza y obediencia. Y los renuevan cada año. Al cabo de cinco años no interrumpidos en la Compañía, si se sienten de veras llamados por Dios a ella v se los juzga tales, emiten los votos de pobreza y obediencia para siempre. Siendo simples estos votos, quienes los emiten podrían, por razones legítimas, obtener del obispo dispensa de ellos para salir de la Compañía. Esta, por su parte, según el derecho que se reserva a sí misma, podría despedir, aun después de los segundos votos, a uno de sus miembros si éste, a pesar de los remedios empleados con él, llega a malearse de tal modo que constituya más bien ocasión de escándalo que de edificación.

9. – 9. La Compañía no se encarga jamás de escolares ni pensionistas, eclesiásticos o laicos, aun cuando quisieran entregarle todos sus bienes.

B. Desprendimiento o pobreza evangélica

10. – 1. No poseyendo –como se ha dicho– ni bienes, ni patrimonio, ni rentas de beneficio –cosa contraria al desprendimiento apostólico–, su único apoyo es la divina Providencia, la cual los mantiene por quien y como le plazca.

11. – 2. No poseen en la Compañía dineros ni muebles en propiedad secreta o públicamente. La comunidad les proporciona todo lo necesario para el vestido y la manutención en la medida en que la divina Providencia se lo da a ésta por Sí misma.

12. – 3. La Compañía no tiene ni puede tener en propiedad más que dos casas en el reino: una en París, para formar eclesiásticos en el espíritu apostólico; la otra, fuera de la capital, en una provincia del reino, para que los miembros de la Compañía puedan descansar cuando no tienen trabajo apostólico entre manos y terminar sus días en el retiro y la soledad después de haber dedicado los más hermosos a la conquista de las almas.

La Compañía puede recibir de manos de la divina Providencia otras casas en las diferentes diócesis adonde Dios la llame. Pero aceptará solamente el usufructo de ellas, como el inquilino en una casa, o únicamente la habitación, como el forastero en una fonda. Si nadie quiere ofrecerle una casa, no la pedirá; se contentará con alquilar alguna, en el campo con preferencia a la ciudad. Pero, si alguna persona caritativa le hace donación de una casa, la Compañía consigna por escrito la propiedad de la misma al obispo del lugar y a sus sucesores, conservando para sí solamente el usufructo. El obispo y sus sucesores tienen, por tanto, plenos poderes y derechos para quitar dicha casa a los misioneros si éstos, con el tiempo, viven allí sedentarios y no cumplen sus deberes. Y pueden dedicar dicha casa a otros servicios caritativos más útiles a las gentes, aunque sin disponer de los frutos para sí mismos. En esta forma, los misioneros no quedan fijos en ningún lugar, como lo están, de ordinario, las comunidades más regulares. En cambio, quedan más sólidamente fundados en Dios solo abandonados siempre y sin reserva a los cuidados de su Providencia.

De esta manera, las contribuciones, censos y litigios que acompañan casi necesariamente la posesión de tierras y casas no los distraer n nunca de las tareas apostólicas.

Así, quedan, además, mejor dispuestos –como peregrinos y extranjeros que son– para no mirar las casas donde los reciben sino como albergues, de los cuales salen –una vez cumplida su misión– para seguir corriendo sin descanso: Los destiné a que se pongan en camino (Jn 15,16).

13. – 4. Durante la misión no pueden recibir como limosna ningún dinero de aquellos a quienes predican la misión. Pero terminada ésta pueden recibir, a través del superior, las limosnas que por pura caridad o gratitud les ofrezcan.

14. – 5. Les está absolutamente prohibido, durante la misión o después de ella, pedirá nada directa o indirectamente –ni dinero, ni pan, ni ninguna otra cosa–. Confían enteramente y para todo en los cuidados de la divina Providencia, que hará milagros antes que abandonar en la necesidad a quienes confían en ella. No les está prohibido, sin embargo, manifestar, en público o en privado, su precaria situación económica y sus reglas sobre el particular.

15. – 6. Como los religiosos de la Compañía de Jesús, celebran gratuitamente todas sus misas por aquellos y aquellas que se las pidan. Pueden encargarse hasta de una treintena, pero no más. Si les quieren dar alguna gratificación o retribución, harán que el director o el ecónomo la reciban después de la misión. El director de la misión, por su parte, no debe, ordinariamente, celebrar la santa misa sino por los bienhechores de los misioneros y de los pobres. Y no omitirá el hacerlo saber públicamente.

16. – 7. Cuando van a misionar, el director o el ecónomo lleva consigo algún dinero de limosnas, si lo hay, para ayudar a la reparación de las iglesias y alimentar a los pobres de los lugares donde misionan. En caso de que las gentes, por dureza o pobreza, no quieran darles lo necesario, pueden servirse de aquel dinero para su mantenimiento y alimentación. Industriosa economía, que, lejos de ser contraria al abandono a la Providencia, es más bien instrumento de ella para ayudar a los misioneros y estimular a las gentes para que contribuyan a la reparación de las iglesias y a la manutención de los pobres. Además, el Señor nos dio ejemplo, teniendo bolsa común para sus necesidades y las de los pobres.

17. – 8. Si algún sacerdote trae dinero consigo al entrar en la Compañía, lo deja todo, sin reserva, en la bolsa de la Providencia. Si, después de haber entrado en la Compañía, los parientes o amigos le dan alguna limosna o estipendios de misas sin haberlos él pedido, lo incorpora todo igualmente en la bolsa común para que se aplique a las necesidades de toda la comunidad, sin reclamar fruto alguno particular ni privilegio especial, portándose exactamente como quien no ha traído nada y a quien nada se le ha dado.

18. – 9. Si el misionero, antes o después de los votos, sale de la Compañía por su voluntad, sin permiso o por desobediencia formal, no puede exigir parte alguna ni indemnización por lo que ha dado como limosna 18 2a la Compañía de los pobres voluntarios. Pero, si sale contra su voluntad, por alguna falta considerable que no sea desobediencia formal, se tendrá en cuenta –al menos en parte– lo que ha dado, deducidos sus gastos.

C. Obediencia

19. – 1. Obedecen a sus superiores y a las Reglas enteramente, sin excepción; prontamente, sin dilaciones; gozosamente, sin amargura; ciegamente, sin razonamiento, y santamente, por Dios sólo. Lo que se dice pronto, pero es difícil de practicar, si se tiene en cuenta la fuerza de arrastre del ambiente –aun eclesiástico–, que sigue sus propios caprichos, y la corrupción de la propia voluntad, que sólo gusta de hacer lo que le agrada y porque le agrada. Y, sin embargo, esta obediencia es en esta Compañía –lo mismo que en la de Jesús– el fundamento y apoyo inquebrantable de toda santidad y de todos los frutos que Dios produce y producir por su ministerio.

20. – 2. Obedecen a su director espiritual –que es siempre de la Compañía– en el gobierno de sus conciencias, explayando ante él su corazón como el agua, con entera confianza, no haciendo ni omitiendo nada considerable sin habérselo hecho saber y sin haber recibido su aprobación o permiso.

21. – 3. Obedecen al superior de la Compañía en todo, grande o pequeño, prescrito o no por las Reglas, tanto si se refiere a la aplicación a sus cargos como si mira al buen orden de la Compañía.

22. – 4. Obedecen al obispo de la diócesis donde trabajan, a los vicarios y demás superiores eclesiásticos que hacen las veces del obispo, al cura de la parroquia en que dan la misión. 22 2Obedecen a todos los superiores en cuanto a lo exterior, al lugar, tiempo y demás circunstancias de la misión en sí mismas indiferentes, pero que vienen a ser muy saludables e importantes cuando están reguladas por la obediencia. 22 3Si un superior eclesiástico les ordena algo contrario a las Reglas más importantes o a los votos, no están obligados a obedecer. Pero, si les prohíbe, manda o simplemente aconseja con insistencia 22 4cosas en sí mismas no muy importantes, pero que no tienen costumbre de hacer u omitir, obedecen sin vacilar a ese superior, quien en tales casos hace que todo aquello sea más importante y santificador.

23. – 5. Cada uno cumple con fidelidad los deberes del cargo que le han confiado, sin entrometerse a conocer y supervisar los de los demás, a menos que la santa obediencia le obligue a ello.

24. – 6. Observan con perfecta exactitud las reglas más pequeñas de la Compañía, considerándolas a todas como la pupila de los ojos de Jesucristo. Manifestando con esta fidelidad que les guía el Espíritu Santo y no el espíritu del mundo, ya que éste no aprecia, ni siquiera en la virtud, sino lo brillante y espectacular.

25. – 7. Consideran la desobediencia formal u obstinada a un superior –incluso en cosas pequeñas– como la mayor falta que se pueda cometer en la Compañía y como la única, tal vez, que merece la expulsión de la comunidad, por más años o santidad que tengan.

26. – 8. Tienen tal estima y amor a esta divina virtud, que le sacrifican el cuerpo, la salud, la vida y todo lo demás cuando manda cosas buenas y posibles, aunque sean difíciles y amargas a la naturaleza. Por ello, cuando se dan cuenta de las faltas públicas u ocultas que han cometido por fragilidad o tentación contra esta divina virtud, se imponen inmediatamente algún castigo y piden penitencia al superior.

27. – 9. Pueden, sin embargo, declarar ingenua y sencillamente los motivos que tienen para no omitir o no emprender lo que se les manda. Pero si, después de haberlos manifestado, no se toman en cuenta sus razones, deben obedecer ciega y prontamente, sin preguntar por qué ni cómo. Y no solamente con obediencia de voluntad, sino, aún m s, con la mente y el entendimiento, creyendo que –a pesar de sus opiniones personales– lo prohibido u ordenado por el superior es absolutamente lo mejor delante de Dios.

D. Oraciones y ejercicios de piedad

28. – 1. En todo tiempo y todos los días hacen, al menos, media hora de oración mental por la mañana.

29. – 2. Rezan los quince misterios del santo rosario y la coronilla de la Santísima Virgen todos los días, a horas diferentes, según les parezca más cómodo, a fin de atraer, por esta práctica venida del cielo, la bendición divina sobre sí mismos y sobre su apostolado, como lo experimentan todos los días.

30. – 3. Ordinariamente celebran cada día la santa misa, con la preparación conveniente antes de ella y al menos media hora de acción de gracias después de celebrarla, considerando como sutil y ordinaria tentación cuanto pueda estorbarles esta media hora de acción de gracias, porque, el que es malo consigo mismo, ¿con quién podrá ser bueno? (Eclo 14,5).

31. – 4. Rezan en común el breviario que es el romano en cuanto los trabajos misionales se lo permitan. Si se ven obligados a recitarlo en particular, lo rezan siempre con modestia, atención y devoción ejemplares.

32. – 5. Dedican todos los días, antes del almuerzo, unos quince minutos al examen particular en comunidad.

33. – 6. Cada mes, al volver de las misiones, hacen, al menos, un día de retiro, dedicándose en él a la oración y a la penitencia.

34. – 7. Durante las comidas guardan silencio, caridad, modestia v sobriedad. Si se ven obligados a hablar durante la comida, lo hacen en voz baja y con pocas palabras.

35. – 8. Al volver de las misiones, durante el descanso que la divina Providencia les concede y aconseja, Vengan a un lugar apartado para descansar un poco (Mc 6,31), se dedican al estudio para perfeccionarse más y más en la ciencia de la predicación del confesionario.

36. – 9. La Regla no les prescribe penitencias corporales. El fervor personal, orientado por la obediencia, les dicta lo que es mejor. Guardan abstinencia solamente el miércoles y ayunan el viernes o el sábado. En estos días, la cena se reduce a una merienda.

E. Desprecio del mundo

37. – 1. No comparten las ideas del mundo, ni aman sus máximas, ni se comportan según sus modas.

38. – 2. Tienen como lema: No se amolden al mundo este (Rm 12,2). Por ello evitan, en la medida de lo posible, sin herir la caridad ni la obediencia, cuanto sepa a espíritu mundano, como la peluca y el solideo, los manguitos y los guantes, las fajas volantes, los zapatos elegantes, las telas lujosas, los sombreros lustrosos, el tabaco en polvo o en cualquier otra forma, etc.

39. – 3. No condenan en forma absoluta a quienes, por bien parecer o necesidad, se sirven en el mundo de tales cosas. Pero responden a quienes les quieran inducir a ellas: Nosotros no tenemos tal costumbre (1Co 11,16). Y, dado que por su ministerio hacen abiertamente profesión de combatir al mundo, anticristo y enemigo de la virtud, se alejan cuanto más pueden aun de las cosas indiferentes que poco a poco les acercarían a él: Quien desprecia lo pequeño, se irá arruinando ((Eclo 19,1).

40. – 4. No hacen, sin embargo, ostentación de singularidad alguna en su exterior. Según las posibilidades que la divina Providencia, su madre y nodriza, les proporcione, cuidan de vestir como los buenos eclesiásticos, y en concreto, como los del seminario de San Sulpicio de París, sin usar alzacuello, ni sombrero, ni manteo, ni otro vestido distinto del de los demás.

41. – 5. Durante la misión no van nunca a comer a casas de particulares, excepto una o dos veces a la del párroco del lugar. Fuera del tiempo de misiones, van raras veces y con permiso expreso del superior.

42. – 6. No escriben ni reciben cartas sin ponerlas en manos del superior, quien las lee, si le parece bien.

43. – 7. En la medida de lo posible, van a pie a las misiones, siguiendo el ejemplo de Jesucristo y de los varones apostólicos. Pero en caso de enfermedad o de grandes dificultades en los caminos utilizan sin problema los medios que les ofrezca la divina Providencia.

F. Caridad para con el prójimo

44. – 1. Tienen unos con otros una caridad preveniente y llena de buena voluntad, buscando las oportunidades de darse gusto unos a otros; llena de respeto, adelantándose a honrarse los unos a los otros; llena de paciencia, soportándose mutuamente los defectos.

45. – 2. La caridad, reina de las virtudes, es la soberana y superiora de la Compañía, a la que regir con su cetro de oro. La caridad será la vida, vínculo y guardiana de la Compañía. El orgullo, la suficiencia y el interés personal están desterrados:Entra, que el amor reina dentro.

46. – 3. Tienen una caridad alegre y cordial para con todos, especialmente para con sus enemigos, devolviéndoles bien por mal y rogando a Dios durante ocho días para quienes les hayan inferido alguna injuria notable, muy lejos de quejarse de ello, murmurar o vengarse.

47. – 4. Cuidan con especial solicitud de los pobres, tanto durante las misiones como fuera de ellas. No les rehúsan jamás la caridad corporal, si les es posible, o espiritual, aunque sólo sea el recitar por ellos un Avemaría.

48. – 5. Después de cada catequesis, dan de comer a todos los pobres de la parroquia que hayan asistido a ella. Y todos los días, mañana y tarde, sentarán a uno a su mesa.

49. – 6. Procuran cumplir fielmente aquellas palabras tan caritativas del gran Apóstol: Me hice todo para todos (1Co 9,22), haciéndose, por caridad, todos para todos en lo indiferente, sin caer en los modales mundanos ni relajarse en el cumplimiento de sus deberes.

G. Prácticas en las misiones

50. – 1. Dan todas sus misiones abandonados a la Providencia. No aceptan fundaciones para ninguna misión, como lo hacen algunas comunidades misioneras fundadas por el rey o por particulares. Y esto por cuatro razones principales: 1ª tal es el ejemplo dado por Jesucristo, los apóstoles y los varones apostólicos; 2ª Dios devuelve el ciento por uno desde este mundo y concede frecuentemente –como lo comprueba la experiencia– la gracia de la conversión a quienes tienen caridad con los misioneros, recompensándoles así sus limosnas: Den, y les darán (Lc 6,38); 3ª la caridad mutua gana y une admirablemente los corazones de los oyentes con el predicador y los misioneros: la caridad engendra caridad; 4ª la gracia de una misión, realizada así, a cargo de la Providencia y en gran dependencia de la gente –cosa que la naturaleza orgullosa rehuye infinitamente–, es, sin comparación, más abundante y poderosa para convertir las almas que las misiones fundadas. En éstas, los misioneros se encuentran en cierta situación de superioridad e independencia que halaga el orgullo y les atrae honores, pero no les ofrece mayor gracia de Dios ni mayor amor al prójimo. Hay que haber experimentado estas dos maneras de misionar para darse cuenta de ello.

51. – 2. Cuando hallan a alguien tan caritativo que quiera costear él solo toda la misión, se lo agradecen, pero no aceptan la propuesta. Le ruegan solamente que les dé lo que a bien tenga durante la misión, cuando se hallen a merced de la gente. Porque no está bien que por su caridad universal destruya el abandono a la Providencia que profesan los misioneros para el bien mismo de las gentes.

52. – 3. Uno o dos misioneros van –cuando les sea posible– quince días antes de la misión para anunciarla, a fin de que mediante este pregón fervoroso: 1º hagan cesar el pecado; 2º preparen el camino a Jesucristo, como lo hacían los discípulos que el Señor enviaba de dos en dos a los lugares adonde se dirigía (ver Lc 10,1); 3º organicen la oración, para merecer la gracia de la misión, inspirando para ello a las gentes que recen todos los días el rosario de quince o cinco misterios. Así, cuando lleguen, lo hallar n todo bien dispuesto.

53. – 4. Procuran que el número de personas a quienes dan la misión sea proporcionado al número de misioneros que la predican, porque quien mucho abarca, poco aprieta. Por consiguiente, no predican la misión más que a una parroquia, si es grande, o a determinado número de pequeñas parroquias, vecinas unas de otras. Y no admiten, sino por privilegio especial del superior, a ningún feligrés perteneciente a parroquias que no estén señaladas para la misión. No quiero decir que les prohíban oír la predicación, puesto que la iglesia y la palabra de Dios son para todos. Pero no les atienden en confesión, para que así los feligreses de la parroquia donde trabajan se vean más santamente impelidos a confesarse, sin que puedan pretextar fundadamente que confiesan a los forasteros antes que a los que reciben la misión.

54. – 5. En los días de trabajo predican regularmente mañana y tarde, según la comodidad de las gentes a quienes tratan de ganar para Cristo. Su predicación no debe durar, de ordinario, más de tres cuartos de hora y no pasar de una hora. En los días de fiesta, además de estas dos ocasiones, predican también en la misa mayor. Y hacia la una de la tarde dan una conferencia para instruir a los fieles.

55. – 6. Esta conferencia es una instrucción familiar, mediante preguntas y respuestas, sobre las verdades de la religión. Pueden exponer sucintamente un punto particular de la conferencia y dejar a otro misionero que en pocas palabras formule preguntas prácticas y serias sobre la materia escogida. Pueden también permitir que todo el pueblo presente sus dificultades sobre esta u otra materia, con tal que el misionero que da la conferencia esté preparado para responder a todo. Esta última forma es la más arriesgada, pero también la más útil a las gentes.

56. – 7. La finalidad de sus misiones es renovar el espíritu del cristianismo en los creyentes. Así, pues, hacen renovar las promesas del bautismo –conforme a la orden del Papa– de la manera más solemne y no dan la absolución ni la comunión a ningún penitente que no haya renovado antes con los demás estas promesas. Hay que haber experimentado los frutos de esta práctica para apreciar su valor.

57. – 8. Durante la misión establecen con todas sus fuerzas, y a través de las lecturas de la mañana, lo mismo que en conferencias y predicaciones, la gran devoción del rosario diario. Inscriben en esta Cofradía –conforme a la autorización que tienen para ello– a cuantas personas puedan. Les explican las oraciones y misterios que lo componen, tanto de palabra como mediante cuadros e imágenes que llevan para ello. Dan ejemplo rezando, en francés y en voz alta, el rosario de quince decenas todos los días de la misión, con el ofrecimiento de los misterios, en tres horas diferentes, a saber: cinco misterios por la mañana, durante la celebración de la santa misa, antes de la predicación; otros cinco al mediodía, antes del catecismo, mientras los niños se reúnen, y los otros cinco por la tarde, antes del último sermón. Este es uno de los mejores secretos venidos del cielo para irrigar los corazones con celestial rocío y hacer que produzcan los frutos de la palabra de Dios, como lo demuestra la experiencia cotidiana.

58. – 9. Procuran que casi todos hagan una confesión general. Si no la necesitan, dado que sus confesiones precedentes han sido válidas, les ser siempre muy provechosa por la humildad que en ella se practica; a menos que se trate de personas escrupulosas, que son raras.

59. – 10. No son demasiado rígidos ni demasiado indulgentes en las penitencias ni en dar la absolución. Su criterio ser el de la prudencia y la verdad, que les ofrecen en detalle el Método uniforme que los misioneros deben observar en la administración del sacramento de la penitencia para renovar el espíritu del cristianismo y un manuscrito más extenso que tienen entre manos, intitulado el Veni–mecum del buen misionero.

60. – 11. Siendo el ministerio de la predicación de la palabra de Dios el más amplio, saludable y difícil de todos, los misioneros se aplican asiduamente al estudio y la oración a fin de alcanzar de Dios el don de sabiduría, tan necesario a un verdadero predicador para conocer, gustar y hacer gustar a las almas la verdad. Nada más fácil que predicar a la moda. Pero ¡qué cosa tan difícil y sublime es predicar como los apóstoles! Hablar como el sabio, por experiencia (Sap 7,15), o como dice Jesucristo: de la abundancia del corazón (ver Eclo 51,30); haber recibido de Dios, en recompensa de los trabajos y oraciones, una lengua, labios y sabiduría a las que no pueden resistir los enemigos de la verdad: Yo les daré palabras tan acertadas que ningún adversario les podrá hacer frente o contradecirlos (Lc 12,15). Entre mil predicadores –entre diez mil podría decir sin faltar a la verdad–, apenas si hay uno que posea este gran don del Espíritu Santo. La mayor parte no tienen sino lengua, boca y sabiduría humanas. Por ello iluminan, impactan y convierten a tan pocas almas con sus palabras, aunque las tomen de la Sagrada Escritura y de los Padres, aunque las verdades que predican estén muy bien confirmadas, probadas, ordenadas, pronunciadas y sean muy escuchadas y aplaudidas. Sermones muy bien escritos, lenguaje elegante y escogido, pensamientos ingeniosos, frecuentes citas de la Sagrada Escritura y de los Padres, gestos bien estudiados, elocuencia viva; pero ¡qué lástima! Todo esto es solamente humano y natural, v por ello no produce sino fruto natural y humano. La secreta complacencia que brota de una pieza tan bien compuesta y estudiada sirve de flecha a Lucifer, el sabio orgulloso, para enceguecer al predicador. La admiración popular, que sirve a los mundanos de pasatiempo durante el sermón y de entretenimiento en las tertulias después de él, es el único fruto de sus trabajos v sudores. Como sólo azotan el aire y no hieren más que los oídos, no hay que extrañarse de que nadie los ataque y de que el espíritu de mentira ni se mueva: Todos sus bienes están seguros (Lc 11,21). Dado que el predicador a la moda no ataca el corazón, que es la ciudadela donde el tirano se ha hecho fuerte, éste no se inquieta mucho por el barullo de fuera.

61. – Pero que un predicador lleno de la palabra y del espíritu de Dios abra apenas la boca, y todo el infierno tocar alarma y remover cielo y tierra para defenderse. Es entonces cuando se traba una sangrienta batalla entre la verdad, que brota de la boca del predicador, y la mentira, que sale del infierno; entre los oyentes que, por su fe, se hacen amigos de esta verdad y aquellos que, por su incredulidad, se tornan seguidores del padre de la mentira. Un predicador con este temple divino removerá, con las solas palabras de la verdad aunque dichas con mucha sencillez, toda una ciudad y toda una provincia, por la guerra que en ellas se levante. Lo cual no es sino prolongación del terrible combate que se libró en el cielo entre la verdad de San Miguel y la mentira de Lucifer (ver Ap 12,7) y fruto de las enemistades que Dios mismo ha puesto entre la raza predestinada de la Santísima Virgen y la raza maldita de la serpiente. No hay, pues, que extrañarse de la falsa paz que cosechan los predicadores a la moda y de las tremendas persecuciones y calumnias que se alzan y promueven contra los predicadores que han recibido el don de la palabra eterna, como deben ser un día todos los hijos de la Compañía de María:Los que evangelizan con todo empeño (Sal 67,12 [Vulgata]).

62. – 12. El misionero apostólico predica, pues, con sencillez, sin artificios; con verdad, sin fábulas, ni mentiras, ni disfraces; con intrepidez y autoridad, sin miedo ni respeto humano; con caridad, sin herir a nadie, y con santidad, no mirando sino a Dios, sin otro interés que el de la gloria divina y practicando primero él lo que enseña a los demás: Empezó Jesús a hacer y enseñar (Hch 1,1 [Vulgata]).

63. – 13. Evitan en la predicación muchos escollos en los que el demonio hace caer con frecuencia a los predicadores noveles y a algunos otros bajo pretexto de celo, como: 1º, complacerse en lo que dicen y en el fruto que alcanzan; 2º, mendigar aplausos directa o indirectamente después de la predicación; 3º, envidiar a otros al ver que son más seguidos, más patéticos, etc.; 4º, escuchar o promover murmuraciones contra otros predicadores; 5º, encolerizarse –algo que es muy fácil y natural– cuando los oyentes dan ocasión para ello mientras el predicador habla; 6º, apostrofar directa o indirectamente a un oyente nombrándolo veladamente, señalándolo con la mirada o con la mano o diciendo cosas que sólo pueden aplicarse a él; 7º, condenar continua, afectada o exageradamente a los ricos y grandes del mundo, a los magistrados u oficiales de la justicia; 8º, censurar, criticar o detallar los pecados de los sacerdotes. Todos estos excesos son reprensibles, capaces de sublevar los espíritus y hacer perder al misionero, por santo y bien intencionado que sea, todo el fruto de la palabra de Dios o, al menos, gran parte de él.

64. – 14. El buen predicador debe considerarse, al proclamar la palabra divina, como un criminal inocente en el banquillo, donde ha de soportar, sin vengarse, los falsos juicios de todo un auditorio, frecuentemente indispuesto contra él, las censuras y malas interpretaciones que los sabios orgullosos hacen de sus palabras; las burlas, chanzas y desprecios de los impíos hacia su persona y, en fin, las calumnias de todo un pueblo. El buen predicador hará consistir la fuerza de su celo no sólo en predicar con energía, sino también en resistir todas las tormentas como una roca, sin conmoverse ni ceder, dejando a la verdad que él proclama, y que naturalmente engendra odio, el encargo de libarle de la mentira: La verdad me hará libre (Jn 8,32), y que intervendrá a su favor tarde o temprano, con tal que se le permita obrar.

65. – 15. En fin recuerdan que Jesucristo les envía, igual que a los apóstoles, como corderos en medio de lobos. Es, pues, necesario que imiten la dulzura, humildad, paciencia y caridad del cordero, a fin de transformar, por este medio tan divino, los lobos mismos en corderos.

H. Distribución del tiempo en las misiones

66. – 1. Se levantan en todo tiempo a las cuatro, como los misioneros de la Compañía de Jesús y los Vicentinos, a no ser que la santa obediencia les ordene otra cosa a causa de alguna indisposición.

67. – 2. A las cuatro y media –si el director no les prescribe otra ocupación, como celebrar la santa misa, entonar cánticos para los fieles, hacer alguna lectura, etc.– se dedican durante media hora a la oración mental, rezan las horas menores y se preparan, en la forma acostumbrada, para la santa misa.

68. – 3. A las seis, poco más o menos –según la época de la misión– celebran, uno tras otro, la santa misa, siguiendo el orden señalado por el director.

69. – 4. Se sientan lo más pronto posible al confesionario, antes o después de la predicación, hasta las once en punto.

70. – 5. Predican, ordinariamente, entre las siete y las ocho de la mañana durante el invierno. En verano, entre las seis y las siete, a la hora más apropiada para las gentes.

71. – 6. A las once en punto, cuando el director da la señal, se levantan prontamente del confesionario, aunque la confesión que escuchan no esté terminada, para hacer juntos el examen antes del almuerzo.

72. – 7. Toman en silencio y en común todas las comidas, oyendo la lectura de la Sagrada Escritura o de algún buen casuista. Sin embargo, el director puede en ciertas ocasiones, por caridad y conveniencia, hacer cesar la lectura hacia el final de la comida para hablar juntos de cosas provechosas.

73. – 8. Después de la oración de acción de gracias toman el recreo juntos, no retirándose sin permiso. Durante este tiempo resuelven algunos casos de conciencia, según las necesidades de los lugares donde dan la misión, sin dar a conocer a aquellos cuyos casos se resuelven.

74. – 9. A la una en punto terminan el recreo, rezan vísperas y completas en común y van al confesionario, si el superior no señala otra ocupación. Permanecen en él hasta las cinco de la tarde, poco más o menos–, según la época del año. En seguida vuelven a casa para rezar maitines en común.

75. – 10. Después de maitines cenan y toman la recreación, como al mediodía.

76. – 11. Después de una hora de recreo recitan la oración comunitaria, escuchan la lectura del tema de meditación y van a acostarse.

77. – 12. A las nueve, poco más o menos, han de estar acostados en silencio y modestamente.

78. – 13. Fuera del tiempo de misiones, tienen casi los mismos ejercicios. Pero se levantan a las cinco y dedican el tiempo de la predicación y de las confesiones al estudio, la oración y el retiro.

I. Reglas del catecismo

79. – 1. Siendo el oficio de catequista el más importante de la misión, quien lo ha recibido por obediencia pone el mayor empeño en cumplirlo bien. De hecho, es más difícil hallar un catequista acabado que un predicador perfecto.

80. – 2. El catequista procura hacerse amar y temer al mismo tiempo. Pero de modo que el aceite del amor supere el vinagre del temor. Por ello, si intimida a los niños con amenazas y castigos humillantes, como un buen maestro, los anima como un buen padre con las alabanzas que les prodiga, las recompensas que les promete y distribuye y el cariño que les manifiesta. Jamás les pega ni con la mano ni con la vara. Pero si algún niño se muestra incorregible, lo envía a sus padres para que le den diez o doce azotes.

81. – 3. Procura con toda energía que los niños no hablen ni armen desorden durante el catecismo. Si les perdona la primera vez, la segunda les amenaza, la tercera les impone un castigo y la cuarta les envía a que les propinen los azotes que merecen.

82. – 4. Siendo los niños, por naturaleza, muy inclinados a reír, procura mostrarse siempre serio y no decir nada que les excite a reír a carcajadas. Puede, sin embargo, – incluso debe– amenizar el catecismo –de suyo bastante árido– con modales atractivos, con salidas chistosas, con historias cortas y agradables, a fin de tener contentos con todo ello a los niños y renovar su atención.

83. – 5. Su gran principio ser preguntar mucho a los niños, hablar muy poco mientras les pregunta y hacerles, por sí mismo o por otro misionero, una exhortación fervorosa de un cuarto de hora sobre alguna verdad fundamental al final del catecismo. En esta forma, una vez ilustrado el entendimiento por las preguntas del catecismo, el corazón de los niños quedar encendido y conmovido por esta exhortación. La experiencia enseña que de todos los métodos, éste es el más adecuado para enseñar en poco tiempo el catecismo a los niños y orientarlos hacia Dios.

84. – 6. Respecto al tiempo y circunstancias del catecismo, éstas son las reglas que debe observar: almuerza a las once en punto; después del toque del Ángelus de mediodía, se dirige a la iglesia; reza el rosario en voz alta con los niños mientras se van reuniendo; canta en seguida dos o tres estrofas de algún cántico.

85. – 7. En la primera y segunda clase de catecismo de la misión, hace sentar a los niños unos junto a otros, según la edad, ordenadamente, siguiendo la disposición de los nueve coros angélicos. Los niños deben guardar este orden durante toda la misión, ocupando siempre el mismo puesto, junto a los mismos compañeros. Pone a cada banco el nombre de uno de los coros de los ángeles: querubines, serafines, tronos, etcétera. Esta estrategia es maravillosa: 1º, para mantener a los niños en orden y al Dios del orden entre los niños; 2º, para que los niños estén atentos y sean asiduos en asistir al catecismo, porque el compañero tiene la obligación de avisar al catequista la ausencia del otro; 3º, para acortar el tiempo del catecismo, pues el catequista no se ve obligado a perderlo escribiendo los nombres ni pasando lista, y puede darse cuenta, de un vistazo, de quiénes faltan al catecismo y quiénes van por primera vez.

86. – 8. Terminado el rezo del rosario, cuando los niños se hallan en sus puestos, comienza el catecismo, haciendo con ellos en voz alta actos de fe en la presencia de Dios, de esperanza, de caridad, de contrición, de ofrecimiento del catecismo a Jesucristo, de invocación del Espíritu Santo, de la Santísima Virgen y del ángel de la guarda.

87. – 9. En seguida hace que uno de ellos repita lo que les enseñó en el último catecismo. Formula algunas preguntas, las hace repetir a muchos, uno después de otro, según el orden en que están colocados; frecuentemente, sin decir palabra, mostrándolos sencillamente con la mano o la varita. Este método, que no fatiga mucho, permite al catequista preguntar a cuatrocientos o quinientos niños en hora y media.

88. – 10. El catecismo no debe durar, de ordinario más de hora y media. Terminada la exhortación, si los niños son muchos, los hace salir banco por banco, con calma y moderación, sin consentirles los gritos y movimientos precipitados, tan ordinarios al final de las clases de catecismo.

89. – 11. Concluido el catecismo, conduce en filas de a dos hasta la casa de la Providencia a los pobres que han asistido a él, para darles de comer en silencio y compostura. Mientras comen les hace alguna lectura o les pregunta todavía acerca del catecismo, puesto que está más obligado con los pobres que con los ricos.

90. – 12. El catequista es responsable de la preparación intelectual de los niños escogidos para la primera comunión. Para ello debe observar las reglas que le están prescritas, a saber: 1º, instruirlos bien; 2º, hablar con los padres de familia; 3º, examinarlos cuidadosamente acerca de lo aprendido; 4º, asegurarse de que los confesores les hayan dado la absolución mediante una contraseña que éstos deben dar a los que han absuelto y no a los otros, para que con estas precauciones y muchas otras se evite que los niños comulguen indignamente, arrastrados instintivamente por el ejemplo de sus compañeros y las sugerencias del maligno.

91. – 13. Ordinariamente no utiliza sino el Catecismo abreviado de los misioneros, mediante el cual los niños, en siete breves lecciones, pueden aprender cuanto es necesario para la salvación. Digo ordinariamente porque, si el cura de la parroquia donde se hace la misión tiene bien instruidos a los niños y les ha enseñado un catecismo concebido en otros términos, el misionero debe igualmente servirse de él para no embrollar las ideas de los niños, que aprenden más de memoria que al sentido.

Extraído de:

Regnum Mariae

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